miércoles, 27 de marzo de 2013

SEMANA SANTA


Digamos que el mejor momento para escribir sobe la Semana Santa es la Semana Santa.  Y lo haré en retrospectiva,  porque si hay algo que me gusta es echar mano de mis recuerdos para que mi generación también evoque esos días santos con la misma nostalgia y para que las nuevas generaciones se hagan a una idea de cómo era todo antes de que Facebook, Twitter e Instragram ocuparan todo nuestro tiempo.

Eran los Tiempos del Piojo,  así le llamo yo a esa época mágica de mi niñez y adolescencia donde mi única responsabilidad era obtener buenas notas en el María Goretti.  En mis años niños le tenía cierto temor a la Semana Santa.  Desde el Miércoles de Cenizas empezaba mi miedo,  que se acrecentaba con el canto de los grillos y las chicharras que llenaban el ambiente de un matiz triste y lúgubre,  como anticipándose a los hechos tristes que se conmemoran en esta Semana.  

En los días anteriores mis tíos y primas contaban historias aterradoras,  decían que el diablo estaba suelto,  que había roto las cadenas que lo retenían en el infierno y que venía por los niños malos.  Esa imagen no me dejaba dormir en las noches,  la repetía una y otra vez en mi cabeza y me imaginaba que ese ser horripilante venía por mí,  porque mi  mamá decía que yo era una niña muy mala y que al niño desobediente el diablo le pela el diente. 

Y los días iban pasando y mientras se llegaba el lunes santo,  la cocina de mi casa se iba llenando de maíz cariaco y almendra.   Mi mamá tostaba el maíz y la almendra y luego ponía a mis hermanos a moler lo que sería el chocolate.  También por esos días mi papá organizaba un pedacito en el patio y conseguía muchas hicoteas que no podían faltar en la mesa durante los días santos.  

Como yo estudié en colegios religiosos,  siempre en Semana Santa me la pasaba en todas las misas y ceremonias.   Así que aquí donde me ven fui muchas veces al Lavatorio de pies, al Vía Crucis, al Sermón de las siete palabras, a la misa de resurrección;    todo eso yo me lo sabía de memoria y siempre lo relaciono con mucho calor,  porque siempre tocaba ir con el uniforme y con tanto sol y gente, pues obvio que uno se fastidiaba y más cuando íbamos obligados,  porque nunca me salió del corazón asistir a esas misas tan largas. 

En esa época mi papá tenía una tienda y cuando llegaba el Jueves y Viernes Santo, la cerraba todo el día y se acostaba a dormir y sólo se levantaba a comer o a tomar chicha.  Mi mamá en cambio preparaba muuuucha comida,  siempre la misma receta: arroz de frijolito cabeza negra,  ensalada de remolacha, zanahoria, papa y huevo;  hicotea, mote de palmito o de cabeza de bagre (o de los dos).   En la nevera tenía como cinco clases de dulces que le mandaba a las vecinas y ella a su vez le mandaban a mi mamá los que ellas hicieron.   En esos días nos visitaba mucha gente y aparecían los perdidos,  los que nunca habíamos visto como en el caso de mi abuelo Manuel que se fue llegando un día santo así como quien no quiere la cosa y se fue quedando hasta el sol de hoy.

Los juegos no podían faltar.  Las cartas eran las favoritas de todos,  pero mi mamá no me dejaba jugar porque decía que eso lo hacían los paganos imitando a los soldados que se repartieron las ropas de Cristo,  deben entenderla,  ella desconocía la carga cultural que había detrás de esas prácticas y por eso limitó mis recuerdos a simplemente ver como otros lo hacían. En mi casa había un juego que se llamaba  La Cucurubá  y que consistía en una estructura de madera con muchos huequitos donde se tiraban bolitas de cristal y se acumulaban puntos,  era el favorito de mis hermanos. 

En mis años niños,  se comía mucho en Semana Santa,  todo giraba en torno a la comida,  algo así como la película Como agua pa chocolate,  creo que todavía sigue siendo así,  pero en mi familia se ha ido perdiendo la tradición.   Ahora ya no hacen el chocolate porque es más fácil comprarlo en la vía Montería – Planeta;  y como tenemos responsabilidad ambiental ya no patrocinamos la compra del palmito,  ni de las hicoteas;   y en Semana Santa todos se van de paseo  y no hay quien  cocine esos platillos especiales,  ni quien los disfrute tampoco.   Me temo que en mi casa la tradición está muriendo,  pero deseo de todo corazón que en sus casas costeñas todavía se vivan las Semanas Santas de antaño.  

Coda: cuando fuimos creciendo mi mamá nos enseñó que no se podía “hacer cositas” en los días santos porque uno se quedaba pegado,  pero es mentira,  no pasa nada, pero esa es otra historia…

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