Ayer cumplí 39 años y ad portas de mis 40 no tengo marido
de planta y sigo sin hijos. Pueden
tildarme de ilusa y ridícula pero al mirarme en el espejo sigo viendo a la
jovencita de 15, a la universitaria de
20, a la mujer de 30. Bueno… tampoco lo
tomen tan literalmente, sigo siendo la
misma hippie irreverente que no traga
entero y con los años he afinado mi humor negro, he ganado unos cuantos kilos, tengo muchísimas canas y me imagino que los
otros ven arrugas que yo combato diariamente con tratamientos
para la vejez.
No sé en qué momento la gente empezó a percibirme como “doña”
pero me gustaba más cuando era Nora Liz a secas, aunque reconozco que ahora tengo más años y
experiencia. Y no es que sienta que
estoy envejeciendo pero ahora entiendo a mi mamá cuando en mi adolescencia la
sacaba de quicio con mi afición al rock en español que ahora vendría siendo ese
reguetón absurdo que tanto me ofusca.
Afortunadamente no tengo hijos y estoy segura de que no
me soportarían porque los obligaría a leer mucho, a analizar críticamente el mundo, tampoco les permitiría seguir los caprichos de
la moda, como esa de comprar ropa nueva y rota: eso sería inadmisible en mis
muchachos. Confirmado: me odiarían con
toda la fuerza de sus apellidos.
A mis 39 (quienes no me conocen) me rotulan como una
señora que seguramente tiene dos hijos (o a lo sumo uno), un marido en casa,
asuntos domésticos que atender… pero no se engañen. Les regalo el “doña” para seguir siendo la Nora
Liz de siempre: la que no cree en el amor,
la que está convencida de que todavía por allí hay gente honesta que se puede
dedicar a la política, la que no concibe una vida lejos de Montelíbano, la que
cree que el mundo puede ser mejor, la
que a pesar de tantas críticas todavía se atreve a ponerle el cascabel al gato.