Digamos que el mejor
momento para escribir sobe la Semana Santa es la Semana Santa. Y lo haré en retrospectiva, porque si hay algo que me gusta es echar mano
de mis recuerdos para que mi generación también evoque esos días santos con la
misma nostalgia y para que las nuevas generaciones se hagan a una idea de cómo
era todo antes de que Facebook, Twitter e Instragram ocuparan todo nuestro
tiempo.
Eran los Tiempos del
Piojo, así le llamo yo a esa época
mágica de mi niñez y adolescencia donde mi única responsabilidad era obtener
buenas notas en el María Goretti. En mis
años niños le tenía cierto temor a la Semana Santa. Desde el Miércoles de Cenizas empezaba mi
miedo, que se acrecentaba con el canto
de los grillos y las chicharras que llenaban el ambiente de un matiz triste y
lúgubre, como anticipándose a los hechos
tristes que se conmemoran en esta Semana.
En los días
anteriores mis tíos y primas contaban historias aterradoras, decían que el diablo estaba suelto, que había roto las cadenas que lo retenían en
el infierno y que venía por los niños malos.
Esa imagen no me dejaba dormir en las noches, la repetía una y otra vez en mi cabeza y me
imaginaba que ese ser horripilante venía por mí, porque mi
mamá decía que yo era una niña muy mala y que al niño desobediente el
diablo le pela el diente.
Y los días iban
pasando y mientras se llegaba el lunes santo,
la cocina de mi casa se iba llenando de maíz cariaco y almendra. Mi mamá tostaba el maíz y la almendra y
luego ponía a mis hermanos a moler lo que sería el chocolate. También por esos días mi papá organizaba un
pedacito en el patio y conseguía muchas hicoteas que no podían faltar en la
mesa durante los días santos.
Como yo estudié en
colegios religiosos, siempre en Semana
Santa me la pasaba en todas las misas y ceremonias. Así que aquí donde me ven fui muchas veces
al Lavatorio de pies, al Vía Crucis, al Sermón de las siete palabras, a la misa
de resurrección; todo eso yo me lo
sabía de memoria y siempre lo relaciono con mucho calor, porque siempre tocaba ir con el uniforme y
con tanto sol y gente, pues obvio que uno se fastidiaba y más cuando íbamos
obligados, porque nunca me salió del
corazón asistir a esas misas tan largas.
En esa época mi papá
tenía una tienda y cuando llegaba el Jueves y Viernes Santo, la cerraba todo el
día y se acostaba a dormir y sólo se levantaba a comer o a tomar chicha. Mi mamá en cambio preparaba muuuucha
comida, siempre la misma receta: arroz
de frijolito cabeza negra, ensalada de
remolacha, zanahoria, papa y huevo;
hicotea, mote de palmito o de cabeza de bagre (o de los dos). En la nevera tenía como cinco clases de
dulces que le mandaba a las vecinas y ella a su vez le mandaban a mi mamá los
que ellas hicieron. En esos días nos
visitaba mucha gente y aparecían los perdidos,
los que nunca habíamos visto como en el caso de mi abuelo Manuel que se
fue llegando un día santo así como quien no quiere la cosa y se fue quedando
hasta el sol de hoy.
Los juegos no podían
faltar. Las cartas eran las favoritas de
todos, pero mi mamá no me dejaba jugar
porque decía que eso lo hacían los paganos imitando a los soldados que se
repartieron las ropas de Cristo, deben
entenderla, ella desconocía la carga
cultural que había detrás de esas prácticas y por eso limitó mis recuerdos a
simplemente ver como otros lo hacían. En mi casa había un juego que se llamaba La Cucurubá y que consistía en una estructura de madera con muchos huequitos donde se tiraban
bolitas de cristal y se acumulaban puntos,
era el favorito de mis hermanos.
En mis años
niños, se comía mucho en Semana
Santa, todo giraba en torno a la
comida, algo así como la película Como
agua pa chocolate, creo que todavía
sigue siendo así, pero en mi familia se
ha ido perdiendo la tradición. Ahora ya
no hacen el chocolate porque es más fácil comprarlo en la vía Montería – Planeta; y como tenemos responsabilidad ambiental ya
no patrocinamos la compra del palmito,
ni de las hicoteas; y en Semana
Santa todos se van de paseo y no hay
quien cocine esos platillos
especiales, ni quien los disfrute
tampoco. Me temo que en mi casa la
tradición está muriendo, pero deseo de
todo corazón que en sus casas costeñas todavía se vivan las Semanas Santas de
antaño.
Coda: cuando fuimos
creciendo mi mamá nos enseñó que no se podía “hacer cositas” en los días santos
porque uno se quedaba pegado, pero es
mentira, no pasa nada, pero esa es otra
historia…